lunes, 6 de diciembre de 2010

EDAD CONTEMPORANEA

¿Que es la edad contemporanea?



Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 221 años, entre 1789 y el presente. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los países recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteando para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.
Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo (el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea (liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios) se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas (tanto los escritos como los audiovisuales), lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político), puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la modernidad o más bien significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.
En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal europeo clásico, surgido tras crisis del Antiguo Régimen. El Antiguo Régimen había sido socavado ideológicamente por el ataque intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se justifique a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los privilegios contrarios a la igualdad (la de condiciones jurídicas, no la económico-social) o la economía moral contraria a la libertad (la de mercado, la propugnada por Adam Smith -La riqueza de las naciones, 1776). Pero, a pesar de lo espectacular de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad (con la muy significativa adición del término propiedad), un observador perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para que todo siga igual: el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente (no homogénea, sino de composición muy variada) que, junto con la vieja aristocracia incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de la acumulación de capital. Ésta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora, consciente de la precariedad de su situación en la cúspide de una pirámide cuya base era la gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
En el siglo XX este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones mediante violentos cataclismos (comenzando por los terribles años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918), y en otros planos mediante cambios paulatinos (por ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer). Por una parte, en los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social (se entienda éste como concesión pactista al desafío de las expresiones más radicales del movimiento obrero, o como convicción propia del reformismo social) tendió a llenar el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase, enfrentados entre sí: el anarquismo y el marxismo (dividido a su vez entre el comunismo y la socialdemocracia). En el campo de la ciencia económica, los presupuestos del liberalismo clásico fueron superados (economía neoclásica, keynesianismo -incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la incapacidad del mercado libre para responder a la crisis de 1929- o teoría de juegos -estrategias de cooperación frente al individualismo de la mano invisible-). La democracia liberal fue sometida durante el período de entreguerras al doble desafío de los totalitarismos soviético y fascista (sobre todo por el expansionismo de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial).
En cuanto a los estados nacionales, tras la primavera de los pueblos (denominación que se dio a la revolución de 1848) y el periodo presidido por la unificación alemana e italiana (1848-1871), pasaron a ser el actor predominante en las relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de los grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1898; ruso, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento en la Primera Guerra Mundial) y la de los imperios coloniales (británico, francés, holandés, belga tras la Segunda). Si bien numerosas naciones accedieron a la independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y muchos se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces provocados por la arbitraria fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados nacionales, después de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea) no se ha reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las organizaciones internacionales, especialmente la ONU, dependen para su funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes.
La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades, personales o individuales, colectivas o grupales, muchas veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de edad, nacionales, estéticas, culturales, deportivas, o generadas por una actitud -pacifismo, ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición, incluso las problemáticas -minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-). Particularmente, el consumo define de una forma tan importante la imagen que de sí mismos se hacen individuos y grupos que el término sociedad de consumo ha pasado a ser sinónimo de sociedad contemporánea.



Modernidad: ruptura y continuidad


Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de guerra Téméraire. Sus años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner).
La denominación "Edad Contemporánea" es un añadido reciente a la tradicional periodización histórica de Cristóbal Celarius, que utilizaba una división tripartita en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna; y se debe al fuerte impacto que las transformaciones posteriores a la Revolución francesa tuvieron en la historiografía europea continental (especialmente la francesa o la española), que les impulsó a proponer un nombre diferente para lo que entendían como estructuras antagónicas: las del Antiguo Régimen anterior y las del Nuevo Régimen posterior. Sin embargo, esa discontinuidad no parece tan marcada para los historiadores anglosajones, que prefieren utilizar el término Later o Late Modern Times o Age ("Últimos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Tardía" o "Edad Moderna Posterior"), contrastándolo con el término Early Modern Times o Age ("Tempranos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior"), mientras que restringen el uso de Contemporary Age para el siglo XX, especialmente para su segunda mitad.
La cuestión de si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la Contemporánea depende, por tanto, de la perspectiva. Si se define la modernidad como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos derivados de los valores del antropocentrismo frente a los del teocentrismo medieval (concepciones del mundo centradas en el hombre o en Dios, respectivamente): idea de progreso social, de libertad individual, de conocimiento a través de la investigación científica, etc.; entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación e intensificación de todos estos conceptos. Su origen estuvo en la Europa Occidental de finales del siglo XV y comienzos del XVI, donde surgió el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden entenderse como la culminación de las tendencias iniciadas en el período precedente. La confianza en el ser humano y en el progreso científico y tecnológico se plasmó a partir de entonces en una filosofía muy característica: el positivismo; y en los diversos planteamientos religiosos que van del secularismo al agnosticismo, al ateísmo o al anticlericalismo. Sus manifestaciones ideológicas fueron muy dispares, desde el nacionalismo hasta el marxismo pasando por el darwinismo social y los totalitarismos de signo opuesto; aunque las formulaciones políticas y económicas del liberalismo fueron las dominantes, incluyendo notablemente la doctrina de los derechos humanos que, desarrollada a partir de elementos anteriores, dio forma a la democracia contemporánea y se fue extendiendo (como predijo un notable estudio de Alexis de Tocqueville -La democracia en América, 1835-) hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de gobierno, con notables excepciones.
Sin embargo, fue la evidencia del triunfo de las fuerzas de la modernidad lo que hizo que precisamente en la Edad Contemporánea se desarrollara un discurso paralelo de crítica a la modernidad, que en su vertiente más radical desembocó en el nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica a la modernidad en el romanticismo y su búsqueda de las raíces históricas de los pueblos; en la filosofía de Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche y posteriores movimientos (irracionalismo, vitalismo, existencialismo); en los rasgos más experimentales del arte contemporáneo y la literatura contemporánea que, no obstante, reivindican para sí la condición de literatura o arte moderno (expresionismo, surrealismo, teatro del absurdo); en concepciones teóricas como la postmodernidad; y en la violenta resistencia que, tanto desde el movimiento obrero como desde posturas radicalmente conservadoras, se opuso a la la gran transformación de economía y sociedad. Superar el ideal ilustrado de progreso y confianza optimista en las capacidades del ser humano, implicaba una noción progresista y de confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas "superaciones de la modernidad" fueron de hecho nuevas variantes del discurso moderno.

La "Era de la Revolución" (1776-1848)



En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una revolución, y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución. Suele hablarse de tres planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el predominio del sector primario (Revolución industrial); el social, caracterizado por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes, justificados por la ideología liberal (Revolución liberal).

Revolución industrial


Coalbrookdale de noche (Philipp Jakob Loutherbourg, 1801). La actividad incesante y la multiplicación de las nuevas instalaciones industriales, y sus repercusiones en todos los ámbitos, transformaron irreversiblemente la naturaleza y la sociedad.

Máquina de hilados en una fábrica francesa del siglo XIX.
La revolución industrial es la segunda de las transformaciones productivas verdaderamente decisivas que ha sufrido la humanidad, siendo la primera la revolución neolítica que transformó la humanidad paleolítica cazadora y recolectora en el mundo de aldeas agrícolas y tribus ganaderas que caracterizó desde entonces los siguientes milenios de prehistoria e historia.
La transformación de la sociedad preindustrial agropecuaria y rural en una sociedad industrial y urbana se inició propiamente con una nueva y decisiva transformación del mundo agrario, la llamada revolución agrícola que aumentó de forma importante los bajísimos rendimientos propios de la agricultura tradicional gracias a mejoras técnicas como la rotación de cultivos, la introducción de abonos y nuevos productos (especialmente la introducción en Europa de dos plantas americanas: el maíz y la patata). En todos los periodos anteriores, tanto en los imperios hidráulicos (Egipto, Mesopotamia, India o China antiguas), como en la Grecia y Roma esclavistas o la Europa feudal y del Antiguo Régimen, incluso en las sociedades más involucradas en las transformaciones del capitalismo comercial del moderno sistema mundial, era necesario que la gran mayoría de la fuerza de trabajo produjera alimentos, quedando una exigua minoría para la vida urbana y el escaso trabajo industrial, a un nivel tecnológico artesanal, con altos costes de producción. A partir de entonces, empieza a ser posible que los sustanciales excedentes agrícolas alimenten a una población creciente (inicio de la transición demográfica, por la disminución de la mortalidad y el mantenimiento de la natalidad en niveles altos) que está disponible para el trabajo industrial, primero en las propias casas de los campesinos (domestic system, putting-out system) y enseguida en grandes complejos fabriles (factory system) que permiten la división del trabajo que conduce al imparable proceso de especialización, tecnificación y mecanización. La mano de obra se proletariza al perder su sabiduría artesanal en beneficio de una máquina que realiza rápida e incansablemente el trabajo descompuesto en movimientos sencillos y repetitivos, en un proceso que llevará a la producción en serie y, más adelante (en el siglo XX, durante la Segunda revolución industrial), al fordismo, el taylorismo y la cadena de montaje. Si el producto es menos bello y deshumanizado (crítica de los partidarios del mundo preindustrial, como John Ruskin y William Morris), no es menos útil y sobre todo, es mucho más beneficioso para el empresario que lo consigue lanzar al mercado. Los costos de producción disminuyeron ostensiblemente, en parte porque al fabricarse de manera más rápida se invertía menos tiempo en su elaboración, y en parte porque las propias materias primas, al ser también explotadas por medios industriales, bajaron su coste. La estandarización de la producción reemplazó la exclusividad y escasez de los productos antiguos por la abundancia y el anonimato de los productos nuevos, todos iguales unos a otros.
La revolución industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII se extendió sucesivamente al resto del mundo mediante la difusión tecnológica (transferencia tecnológica), primero a Europa Noroccidental y después, en lo que se denominó Segunda revolución industrial (finales del siglo XIX), al resto de los posteriormente denominados países desarrollados (especialmente y con gran rapidez a Alemania, Rusia, Estados Unidos y Japón; pero también, más lentamente, a Europa Meridional). A finales del siglo XX, en el contexto de la denominada Tercera revolución industrial, los NIC o nuevos países industrializados (especialmente China) iniciaron un rápido crecimiento industrial. No obstante, la influencia de la revolución industrial, desde su mismo inicio se extendió al resto del mundo mucho antes de que se produjera la industrialización de cada uno de los países, dado el decisivo impacto que tuvo la posibilidad de adquirir grandes cantidades de productos industriales cada vez más baratos y diversificados. El mundo se dividió entre los que producían bienes manufacturados y los que tenían que conformarse con intercambiarlos por las materias primas, que no aportaban prácticamente valor añadido al lugar del que se extraían: las colonias y neocolonias (África, Asia y América Latina, tanto antes como después de los procesos de independencia de los siglos XIX y XX).

La máquina de vapor, el carbón, el algodón y el hierro


 

La experimentación de la caldera de vapor era una práctica antigua (el griego Herón de Alejandría) que se reanudó en el siglo XVI (los españoles Blasco de Garay y Jerónimo de Ayanz) y que a finales del siglo XVII había producido resultados alentadores, aunque aún no aprovechados tecnológicamente (Denis Papin y Thomas Savery). En 1705 Thomas Newcomen había desarrollado una máquina de vapor suficientemente eficaz para extraer el agua de las minas inundadas. Tras sucesivas mejoras, en 1782 James Watt incorporó un sistema de retroalimentación que aumentaba decisivamente su eficiencia, lo que posibilitó su aplicación a otros campos. Primero a la industria textil, que había ido desarrollando previamente una revolución textil aplicada a los hilos y tejidos de algodón con la lanzadera volante (John Kay, 1733) y la hiladora mecánica (spinning Jenny de James Hargreaves -1764-, water frame de Richard Arkwright -1769, movida con energía hidráulica, aplicada en Cromford Mill desde 1771- y spinning mule o mule jenny de Samuel Crompton, 1779); y que estaba madura para la aplicación del vapor al telar mecánico (power loom de Edmund Cartwright, 1784) y otras innovaciones demandadas por los cuellos de botella a los que se forzaba a los subsectores sucesivamente afectados, poniendo a la industria textil inglesa a la cabeza de la producción mundial de telas. Luego a los transportes: el barco de vapor (Robert Fulton, 1807) y posteriormente el ferrocarril (George Stephenson, 1829), cuyo desarrollo se vio obstaculizado por los recelos sociales que suscitaba; pero que permitió extraer toda la potencialidad a las vías férreas de uso minero y tracción animal y humana que se venían utilizando extensivamente con el hierro de Coalbrookdale fundido con coque (Abraham Darby I, 1709; puente de Ironbridge, 1781). El vapor, el carbón y el hierro se aplicaron a todos los procesos productivos susceptibles de mecanización. El invento de Watt había representado el salto decisivo hacia la industrialización, e Inglaterra, la primera en hacerlo, se convirtió en el taller del mundo.

Revolución demográfica

 

Otras predicciones, las de Thomas Malthus (Ensayo sobre el principio de la población, 1798), advertían de forma pesimista de la imposibilidad de mantener el inusitado crecimiento de población que estaba experimentando Inglaterra, la primera en sufrir las transformaciones propias de la transición del antiguo al nuevo régimen demográfico. A medida que se industrializaban, otras naciones se incorporaron al mismo proceso, que implicaba la disminución de la mortalidad (se habían mitigado sustancialmente dos de las principales causas de la mortalidad catastrófica -hambre y epidemias-) mientras se mantenían altas las tasas de natalidad (ni se disponía de métodos anticonceptivos eficaces ni se habían generado las transformaciones sociales que en el futuro harían deseable a las familias una disminución del número de hijos).
Uno de los efectos de todos estos cambios, así como una válvula de escape de la presión social, fue el incremento de la emigración, la llamada explosión blanca (por ser la fase de la revolución demográfica protagonizada por Europa y otras zonas de población predominantemente europea). Campesinos arruinados y obreros sin nada que perder, se veían incentivados a abandonar Europa y tentar suerte en las colonias de poblamiento (Canadá o Australia para los ingleses, Argelia para los franceses) o en las naciones independientes receptoras de inmigrantes (como Estados Unidos o Argentina); también miembros de las clases altas se incorporaban como élite dirigente en colonias de explotación (como la India, el sureste asiático o el África negra). Explícitamente los defensores del imperialismo británico, como Cecil Rhodes, veían en la inmigración a las colonias la solución a los problemas sociales y una forma de evitar la lucha de clases. De una forma similar lo interpretaron los teóricos marxistas, como Lenin y Hobson. Una de las mayores emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna irlandesa de 1845-1849, que despobló la isla, tanto por la mortalidad como por el masivo trasvase de población, que convirtió ciudades enteras de la costa este de Estados Unidos en ghettos irlandeses (donde sufrían la discriminación de los dominantes WASP). Otras oleadas posteriores fueron protagonizados por inmigrantes nórdicos, alemanes, italianos y de Europa Oriental (sobre todo las salidas masivas, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, de los judíos sometidos a los pogromos).

Revolución francesa e Imperio napoleónico





Qu'est-ce que le tiers état? Tout. Qu'a-t-il été jusqu'à présent dans l’ordre politique? Rien. Que demande-t-il? À y devenir quelque chose. (¿Qué es el tercer estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? Nada. ¿Qué demanda? Llegar a ser algo).
Emmanuel Joseph Sieyès, ¿Qué es el tercer estado?, 1789.
Francia había apoyado activamente a las Trece Colonias contra Inglaterra, con tropas comandadas por el Marqués de La Fayette; pero aunque la intervención fue exitosa militarmente, le costó cara a la monarquía francesa, y no sólo en términos monetarios. Sumada a la deuda cuyos intereses ya se llevaban la mayor parte del presupuesto, y en medio de una crisis económica, llevó a la monarquía al borde de la quiebra financiera. Las deposiciones sucesivas de Calonne, Turgot y Necker, los ministros que proponían reformas más profundas, hicieron al gobierno de Luis XVI aún más impopular. El rey, sin apoyo entre la aristocracia que controlaba las instituciones (negativa de la Asamblea de notables de 1787), aceptó como mejor salida convocar a los Estados Generales, parlamento de origen medieval en el que estaban representados los tres estamentos, y que no se reunía desde hacía más de cien años. Durante la elección de los diputados, se habían de redactar cuadernos de quejas, peticiones que representaban el pulso de la opinión de cada parte del país. Siguiendo el argumentario ilustrado, las del Tercer Estado (el pueblo llano o los no privilegiados, cuyo portavoz era la burguesía urbana) pedían que los estamentos privilegiados (clero y nobleza) pagaran impuestos como el resto de los súbditos de la corona francesa, entre otras profundas transformaciones sociales, económicas y políticas. Una vez reunidos, no hubo acuerdo sobre el sistema de votación (el tradicional, por brazos, daba un voto a cada uno, mientras que el individual favorecía al Tercer Estado, que había obtenido previamente la convocatoria de un número mayor de estos). Finalmente, los diputados del Tercer Estado, a los que se sumaron un buen número de nobles y eclesiásticos próximos ideológicamente a ellos, se reunió por separado para formar una autodenominada Asamblea Nacional.
El 14 de julio de 1789 el pueblo de París, en un movimiento espontáneo, tomó la fortaleza de La Bastilla, símbolo de la autoridad real. El rey, sorprendido por los acontecimientos, hizo concesiones a los revolucionarios, que tras la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y la eliminación de las cargas feudales, en lo relativo a la forma de gobierno sólo aspiraban a establecer una monarquía limitada como la británica, pero con una Constitución escrita. La Constitución de 1791 confería el poder a una Asamblea Legislativa que quedó en manos de los más radicales (los miembros de la Constituyente aceptaron no poder ser reelegidos) y profundizó las transformaciones revolucionarias. Tras el intento de fuga del rey, éste quedó prisionero, y en 1792 la Francia revolucionaria hubo de rechazar la invasión de una coalición de potencias europeas, decididas a aplastar el movimiento revolucionario antes de que el ejemplo se contagiase a sus territorios. La eficacia del ejército revolucionario, motivado por el patriotismo (La Marsellesa, La patrie en danger -La patria en peligro-, Levée en masse -Leva en masa- ) y la defensa de lo conquistado por el pueblo, frente a los desmotivados ejércitos mercenarios, cuyos oficiales no lo eran por mérito, sino por nobleza, demostró ser suficiente para la victoria. En el interior, la revuelta del 10 de agosto de 1792, protagonizada por los sans culottes (la plebe urbana de París) forzó a la Asamblea a sustituir al rey por un Consejo provisional y convocar elecciones por sufragio universal a una Convención Nacional, que dominaron los jacobinos. Su política de supresión de toda oposición, el llamado Terror (1793-1795), eliminó físicamente a la oposición contrarrevolucionaria (muy fuerte en algunas zonas, como la Vendée) así como a los elementos revolucionarios más moderados (girondinos), mientras los que pudieron huir (nobles y clérigos refractarios, que no habían aceptado jurar la constitución civil del clero) salían al exilio. Se estableció un régimen político republicano, que transformó incluso el calendario, establecía un sistema de precios y salarios máximos (ley del máximum general) y controlaba todos los aspectos de la vida pública mediante el Comité de Salud Pública dirigido por Robespierre. El número de ejecuciones, por el igualitario método de la guillotina fue muy alto, e incluyó al rey y a la reina, así como a varios de los propios jacobinos, como Danton, y a un gran científico, Lavoisier (en ocasión de su condena, se dijo: la revolución no necesita sabios). Un golpe de estado (conocido como reacción thermidoriana, por el nombre en el nuevo calendario del mes en que se produjo) acabó físicamente con Robespierre y su régimen e instauró un sistema mucho más moderado, del gusto de la burguesía: el Directorio (1795-1799).



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